Hay una pregunta que me he hecho muchas veces y desde hace ya varios años: ¿Cuántas miles de personas fallecieron de más en 2020 (infectadas por el virus SARS-CoV-2) a causa de la criminal negligencia e irresponsabilidad manifiesta de unos políticos que, desde sus cargos públicos e institucionales, antepusieron sus intereses ideológicos y partidistas al bienestar, a la salud e incluso a la propia vida de la ciudadanía?
No lo sabremos nunca con exactitud, ya que nuestros gobernantes son expertos en la ocultación y el borrado de pruebas, especialmente cuando éstas les inculpan. Pero me temo que serán muchas, muchísimas, las personas que fueron víctimas involuntarias de tanta ignominia. Posiblemente, decenas de miles. Hoy como ayer y como siempre, las pautas de conducta de nuestra clase dirigente gobernante se repiten, como si de una maldición se tratara.
La gestión política y sanitaria de la pandemia del covid-19, desde su prevención hasta su posterior gestión, fue un auténtico desastre; sólo paliado por la inmensa e incomprensible resignación de un pueblo lamentablemente acostumbrado a ser excesivamente permisivo e indulgente con su clase política. En ningún caso fue el éxito que Sánchez e Illa se atribuyen ahora. Las decenas de miles de personas fallecidas, así lo atestiguan.
Sin olvido ni perdón
Joan era un trabajador jubilado, una persona mayor, que en aquel marzo de 2020 acababa de cumplir 92 años. Gozaba de una razonable y estable buena salud para la edad que atesoraba. Vivía de una manera independiente en su propio piso, en solitario desde que enviudara veinte años atrás. Salía con frecuencia con un grupo de personas jubiladas como él y del que era ya el de mayor edad, que se reunían con frecuencia periódica para hacer todo tipo de actividades: iban a bailar, realizaban viajes y visitas locales, organizaban celebraciones onomásticas y cualquier otra que se les pusiera a tiro, se reunían para comer juntos, etc. No obstante, lo que más le gustaba a Joan y con diferencia, sin duda, era ir a bailar: era un gran aficionado al baile. Precisamente en aquel febrero de 2020 y en las dos primeras semanas de marzo, tanto él como su grupo de amistades, disfrutaron de bastantes actividades lúdicas, bailes incluidos, sin temor alguno, confiados en que no estaba pasando nada que les hiciera plantearse cambiar de hábitos, a imagen y semejanza tanto del ejemplo como de las indicaciones que se transmitían desde las autoridades públicas.
Le atendieron, pero no le testearon para saber si estaba o no contagiado por el virus.
El 20 de marzo de 2020, viernes, Joan se saltó el confinamiento y acudió al centro de salud de atención primaria de su barrio, al que estaba asignado, ya que ningún médico visitaba a domicilio. Llevaba unos días en que no se encontraba del todo bien, con indicios de que quizás pudiera estar contagiado con el covid-19, del que tanto se hablaba por la televisión. Le atendieron, pero no le testearon para saber si estaba o no contagiado por el virus, aunque todos los síntomas así lo indicaban, ya que alegaron que no disponían de test para poder hacerle uno. Tampoco podían derivarlo al hospital de referencia, ni a ningún otro hospital, porque dijeron que los centros hospitalarios estaban saturados y colapsados, por lo que los ambulatorios tenían instrucciones de la autoridad política sanitaria de no enviar a ningún paciente al hospital, a no ser que se supiese fijo que estaba infectado por el virus (¿cómo podían saberlo si no disponían de test para hacerlo?). Así pues, le recetaron una medicación y lo enviaron a casa; a la que tuvo que ir por sus propios medios (taxi), a pesar de encontrarse muy flojo, con fiebre y con frecuentes diarreas (las ambulancias aparcadas delante del ambulatorio debían de esperar ser utilizadas de alguna otra manera, no para Joan).
Dos días después, un vehículo sanitario trasladó a Joan al hospital de referencia desde su domicilio. Una ambulancia de emergencias, a la que habían avisado sus confinados familiares, al llevar Joan cerca de 24 horas sin contestar al teléfono, ni siquiera al móvil, ni dar señales de vida. Parecía que la fiebre había aumentado y tenía síntomas de dificultades respiratorias. El equipo que se presentó a recoger a Joan en su domicilio, para trasladarlo en dicha ambulancia, compuesto por un conductor y una médica, estaban agotados y agobiados, pero con una muy buena actitud en su servicio: totalmente forrados y envueltos en plásticos de muy diversa índole, algunos de ellos claramente caseros e improvisados por ellos mismos (con bolsas de supermercado), enganchados con cinta aislante y con esparadrapos.
Estaban prohibidas las visitas y debían mantenerse en confinamiento estricto.
La médica confirmó después de examinar superficialmente al paciente, con la familia allí presente, que lo más seguro es que tuviese el covid-19 y que se lo llevaba al hospital, no pudiendo ir los familiares ni a acompañarlo ni a verlo: estaban prohibidas las visitas y debían mantenerse en confinamiento estricto. Tomó nota de los teléfonos de dichos familiares y les dijo que desde el hospital se pondrían en contacto con ellos, que no se molestasen en llamar al centro sanitario ya que la entrada de llamadas estaba colapsada y no les atenderían.
En el hospital Joan empeoró. Quienes tomaban las decisiones en el sistema sanitario decidieron que Joan era ya muy mayor y decidieron también dejarlo fuera del grupo de personas sobre las que en aquellos días se aplicaban los escasos recursos en respiradores de que se disponía. De hecho, lo trasladaron dos días después a un nuevo hospital, donde derivaban a aquellos ingresados desahuciados, cuyo único futuro inmediato era dejar que muriesen, ya que habían decidido no hacer nada más que aplicarle paliativos a base de sedantes y morfina, con el objetivo de que su "tránsito" fuera, según ellos, menos traumático. Así se lo hicieron saber por teléfono a su desolada hija y a su hijo, ambos con patologías de riesgo, que insistían desesperadamente, incluso suplicándoles a los médicos entre sollozos, que intentasen hacer algo más por él; a lo que sólo recibieron negativas y silencios de sus interlocutores.
Joan ni siquiera estaría en las estadísticas de fallecimientos por covid-19.
El 25 de marzo una llamada telefónica de un médico, realizada desde ese segundo hospital donde estaba ahora Joan, informó a la familia de la situación terminal en que se encontraba el enfermo y que esperasen lo peor, recalcando la inadmisibilidad de su presencia para estar con él o simplemente para hacerle una última visita de despedida. 24 horas más tarde una nueva llamada confirmó su fallecimiento. Les dijeron que todavía no podían confirmar si era por covid, ya que no le habían hecho el test preceptivo para garantizarlo. Joan ni siquiera estaría en las estadísticas de fallecimientos por covid-19. ¡Una vergüenza!
Rodeado de personal sanitario desbordado y del que apenas llegaría a vislumbrar sus ojos; enfundados en mascarillas, gorros y el cuerpo con todo tipo de aislantes plásticos, Joan pasó los últimos días de su existencia luchando por sobrevivir en medio de un caos hospitalario, combatiendo contra su cuerpo, que implosionaba afectado por el virus del covid-19, y rodeado de extraños: ese fue su último baile.
Seguramente nunca supo que, desde hacía días, el que según nuestros gobernantes era "uno de los sistemas sanitarios mejores del mundo", pagado, entre otros muchos, también con los impuestos de Joan, le había dado la espalda, considerándolo desahuciado y priorizando a otros pacientes que, decidieron considerar que, según estas autoridades, tenían más posibilidades que él de sobrevivir al virus: según un criterio absolutamente subjetivo y, sobre todo, injusto. Triaje por prioridades, llamaron a esta deshumanizada y abyecta práctica. Hasta ese punto de estulticia se llegó en el sistema sanitario español en ese tiempo, cuyos máximos responsables eran Salvador Illa y Pedro Sánchez.
Como sociedad se lo debemos a todas esas personas fallecidas.
El 26 de marzo de 2020, hoy hace exactamente cinco años, Joan espiró su último aliento. Triste y lamentable final de la vida de Joan. Como lamentable lo fue el de decenas de miles de personas que fallecieron víctimas del covid-19 en aquellas trágicas semanas; así como las de decenas de miles que fallecerían a causa del contagio durante toda la primavera de ese infausto año de 2020 y los muchísimos miles que fallecerían posteriormente a lo largo del resto del año y, también, de los dos siguientes (especialmente en el 2021).
Sirva este insignificante artículo de opinión a modo de tributo, escrito desde el sentimiento, para poner en valor la memoria de todas esas víctimas. Para que no olvidemos nunca lo que pasó y lo que vivimos. Para no dejar de reivindicar nuestra memoria colectiva, activándonos y haciendo lo necesario para que no se den nunca más las circunstancias de irresponsabilidad y negligencia política que llevaron a la consumación de tan enorme tragedia. Para que no vuelva a repetirse y para que el recuerdo de estas víctimas permanezca para siempre vivo en nuestra memoria colectiva; de forma imborrable y sin aceptar justificaciones políticas tergiversadas e interesadas. Como sociedad se lo debemos a todas esas personas fallecidas y, además, las echamos mucho de menos. Por cierto, Joan era mi suegro. Va por ti, Joan, estés donde estés.