Desarmonía consigo mismo.

Si existe una relación, más o menos profunda, con Dios, aunque parezca lejano, pueden darse raíces de fundamento que eviten caer en la condición de monstruo.

Nuestra concreta circunstancia, la época que nos ha tocado en suerte vivir, no difiere mucho de otras de la historia, y esta afirmación inicial me aleja de visiones apocalípticas más o menos popularizadas. En efecto, consulten los agoreros de hoy cuándo el mundo ha vivido sin guerras o incertidumbres, cuándo no se han producido tremendos desastres naturales o cuándo los seres humanos no se han visto sorprendidos por una epidemia de mayor o menor alcance.

En otro orden de cosas, buscaremos inútilmente momentos en que no hayan existido la corrupción, los latrocinios a costa del erario público, trifulcas entre bandos y partidos o incógnitas sobre cómo capear una crisis política de gran tamaño; claro que esta apreciación quiere ser meramente cualitativa, pues, cuantitativamente, en estos últimos temas, creo que en España nos llevamos la palma, y perdonen por señalar…

La diferencia con nuestro momento en que, actualmente, todas estas situaciones se conocen casi al minuto de producirse; en que, gracias a los medios modernos, la información a escala planetaria es instantánea. Además, se da un rasgo importante: como consecuencia de esta sobreabundancia de noticias, de su precisión e de su inmediatez, nos hemos blindado ante infortunios y desastres, apenas nos afectan interiormente y hemos casi dejado de con-movernos, es decir, adoptar actitudes de solidaridad, en unos casos, y de in-dignarnos en otros, siempre que no nos toquen de cerca. Este es un fenómeno generalizado, a pesar de que algunos queramos perseverar en aquella antigua consigna campamental de que nada de lo humano te sea extraño.

Pero ahora me quiero referir en concreto a otro tipo de noticias, esas que antes solo servían de comidilla en las tabernas o en las reuniones de comadres y se despachaban en los medios como un apartado menor denominado crónicas de sucesos; actualmente, quizás por ser más frecuentes en las portadas de prensa y de telediarios y tener un carácter que llamaríamos más individualizado, nos suelen impactar mucho más que un descarrilamiento de trenes en un país remoto o, incluso, que la hambruna de una parte de la población mundial. Me refiero a hechos que no dudamos en calificar de monstruosos y cuyos protagonistas pueden ser nuestros convecinos; en algunos casos, ni la más sórdida imaginación de un escritor de novela negra o de un director de películas gore pueden superar la realidad cotidiana.

Me entero, por ejemplo, que, en lo que llevamos de año, siete niños han sido asesinados por uno de los cónyuges, eso que se denomina violencia vicaria, con el fin de dañar al otro cónyuge; o las violaciones en grupo por parte de adolescentes, o la decapitación de un padre por su hijo… Y no me resisto a incluir en esta serie de aberraciones el hecho de que, en nuestra Europa, una mayoría parlamentaria haya consignado el infanticidio como derecho inalienable.

No dudo ni por un instante que el fondo de la cuestión, la causa profunda de estas atrocidades radica en un profundo desajuste de la propia naturaleza humana, o, en otros términos, en una radical desarmonía del hombre consigo mismo.

La desarmonía abarca todos los aspectos de la vida y parece ser permanente en nuestra época; falta de armonía del ser humano con respecto a su entorno: a sus semejantes, con relación a su comunidad y a su patria; con respecto a la historia y a la tradición cultural que le legaron sus antepasados. Pero, en el caso que nos ocupa, se trata sin duda de una profunda desarmonía consigo mismo. Sea por frivolidad, por dejación de su propia condición, por impacto de las ideologías oficiales del Pensamiento Único, lo evidente es que ha perdido de vista su propia humanidad. Y, en primer lugar, los resortes íntimos que todos llevamos en nuestro interior con vistas a la Trascendencia. Como siempre, todo problema humano, social o político, tiene un indudable trasfondo religioso.

Lo podríamos sintetizar en el hecho de que a ese ser humano se la ha ocultado sistemáticamente su condición de creatura, de su condición finita y relativa, en relación, búsqueda o desconocimiento de que existe un Ser Infinito y Absoluto. Como alguien dijo, cuando se pretende matar a Dios, se acaba matando al hombre, y en ese punto nos encontramos ya.

Si existe una relación, más o menos profunda, con ese Dios, aunque parezca lejano, pueden darse raíces de fundamento que eviten caer en la condición de monstruo; también, si la búsqueda es sincera, porque el mismo interrogante que se plantea el hombre actúa a modo de fe incipiente aunque no sea confesada. Hay que acudir a la dimensión de un desconocimiento radical para que alguien pueda asesinar fríamente a un cónyuge, a los hijos, nacidos o no, o a otro semejante por razones que, ante la magnitud de la tragedia, se nos aparecen como nimias; en este caso, acudiríamos a la expresión falta de conciencia; o mejor, conciencia no formada o malformada.

La excusa, en algunos casos ⎼que no sirve para los parlamentarios abortistas europeos⎼ puede ser la instintividad, es decir, la obediencia a impulsos ciegos sin que medie la capacidad racional que se supone en todo ser humano. Y, a estos efectos, recuérdese que vivimos en una sociedad en que predomina esta instintividad, disfrazada de emotividad y de voluntarismo, ayuna de raciocinio y de cultivo de la inteligencia.

Urge, pues, reconciliar al hombre consigo mismo, abrir las puertas a esta armonía íntima, que es la base para superar otras desarmonías sociales o políticas, y ello supone no perder de vista aquella Trascendencia ineludible como punto de arranque.


Manuel Parra Celaya está vinculado a la Hermandad Doncel.