La filosofía woke, entendida como una forma de estar despiertos ante las injusticias estructurales y comprometidos con la equidad, ha ganado una visibilidad significativa en los últimos años.
Su origen, vinculado al activismo afroamericano en Estados Unidos, respondía a una necesidad legítima: nombrar y combatir formas sistémicas de discriminación racial. Con el tiempo, este enfoque se expandió a otros terrenos, desde el feminismo interseccional hasta los derechos de las disidencias sexuales, la justicia climática y el anticolonialismo.
En principio, su propósito es indiscutible: construir un mundo más justo. Sin embargo, como suele suceder con las ideas que se transforman en paradigmas culturales, también arrastra contradicciones y efectos secundarios que merecen una mirada crítica.
Se ha convertido, en ciertos contextos, en una nueva forma de ortodoxia.
Uno de los desafíos más evidentes del fenómeno woke es su propensión al dogmatismo. Lo que en sus orígenes fue una postura ética y consciente se ha convertido, en ciertos contextos, en una nueva forma de ortodoxia. En nombre de los oprimidos, algunos adoptan discursos inflexibles donde todo matiz se interpreta como una traición y toda duda como una muestra de complicidad con el poder.
Este clima sofoca el disenso, inhibe el diálogo y castiga a quien se atreve a pensar en voz alta. La cultura de la cancelación se convierte, así, en una práctica habitual: personas, ideas o instituciones son repudiadas públicamente sin posibilidad de contextualización, explicación ni redención. En sociedades democráticas, donde el pensamiento crítico debería ser motor de cambio, estos mecanismos de exclusión silenciosa no construyen justicia: generan resentimiento y polarización.
A esto se suma otra dificultad importante: la tendencia a simplificar la complejidad del mundo social. Dividir la realidad entre opresores y oprimidos puede resultar útil como herramienta pedagógica, pero aplicada de forma indiscriminada termina por borrar los matices que caracterizan la experiencia humana.
Una persona puede ser víctima en un ámbito y privilegiada en otro.
La vida no se deja encasillar en categorías absolutas. Una persona puede ser víctima en un ámbito y privilegiada en otro. Una mujer puede sufrir desigualdad de género y, a la vez, gozar de privilegios económicos o raciales. Un hombre migrante puede ser racializado, pero tener acceso a derechos negados a otras personas. La realidad es interseccional y contradictoria; transformarla exige diagnósticos más finos que los que ofrece una mirada maniquea.
Este enfoque rígido, además, puede generar reacciones defensivas en quienes, lejos de oponerse al progreso social, se sienten injustamente acusados por condiciones que no eligieron. El uso poco matizado de conceptos como “privilegio” puede cerrarles la puerta a personas que, en otras circunstancias, podrían ser aliadas.
La culpabilización individual, aunque busque generar conciencia, rara vez genera empatía: tiende más bien a levantar muros. Si el objetivo es construir alianzas para un cambio profundo, lo último que necesitamos es un lenguaje que aísla, divide o impide el reconocimiento mutuo. En lugar de acercar posturas, se multiplican las trincheras identitarias, donde cada quien se siente incomprendido.
Una suerte de militancia de superficie que sustituye la transformación real por gestos.
Otro aspecto inquietante es el auge del activismo performativo: una suerte de militancia de superficie que sustituye la transformación real por gestos simbólicos. Cambiar nombres de calles, ajustar el lenguaje o censurar contenidos considerados problemáticos puede ser un paso hacia la sensibilización, pero no debe confundirse con la reparación de las desigualdades estructurales.
Como advertía bell hooks —quien escribía su nombre en minúsculas para restarle protagonismo al ego—, no basta con transformar los signos: es necesario intervenir en las estructuras que sostienen la dominación. Cuando el activismo se convierte en espectáculo, lo que se gana en visibilidad puede perderse en profundidad y eficacia.
Pensar más allá del woke no significa retroceder, sino avanzar con más hondura, con más humanidad y con menos consignas. Significa comprender que la justicia no se impone desde un pedestal moral, sino que se construye en el encuentro real con los otros, en la duda compartida, en la posibilidad de cambiar de opinión sin temor a ser condenado por ello.
La lucha por un mundo más equitativo exige valentía, sí, pero también humildad.
En definitiva, si aspiramos a una sociedad verdaderamente inclusiva, necesitamos menos rigidez y más escucha, menos pureza moral y más voluntad de comprender. La lucha por un mundo más equitativo exige valentía, sí, pero también humildad: para reconocer los matices, revisar nuestras propias certezas y aprender a convivir con la complejidad. Solo desde ahí podremos transformar, con honestidad y profundidad, lo que nos duele como sociedad.