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Algo no tan vulgar

El independentismo, aunque no tiene ya nada que ofrecer y todo lo que toca lo cubre de cenizas, ha sido para cientos de miles de catalanes, más que una ideología, un modo de tener por fin una vida interesante

Manifestantes independentistas se concetraron a finales del pasado octubre frente al Parlament para seguir la votación de la DUI ORIOL CAMPUZANO
Salvador Sostres

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A través de personas de su máxima confianza, Junqueras mandó preguntar la semana pasada a Fiscalía qué declaración de mínimos podrían tomar como válida para liberarle. No ha dicho todo lo que se le sugirió pero ha aceptado de palabra lo que políticamente asumió presentándose a las elecciones de diciembre. En el fondo, ¿qué otra cosa es la legalidad establecida por el artículo 155? Con su declaración intenta a la vez quedar en libertad y no arruinar su carrera política, porque cuando ya creía que tenía a los convergentes a punto de la extinción, el exilio de Puigdemont les ha hecho resurgir y a pesar de que las encuestas publicadas en los últimos días todavía le dan a ERC unos 14 escaños de ventaja, el partido maneja unos sondeos no tan halagüeños y Puigdemont está convencido de que van a ganar.

Además, la propaganda del «presidente legítimo» con que Puigdemont pretende recuperar el cargo aunque no acabe de ser la primera fuerza, es otra trampa de la que Junqueras tendrá dificultades para escapar.

Por ello, y tras comprobar cómo los propios independentistas se han burlado de la rendición de Forcadell, los más estrechos colaboradores del líder republicano, curtidos en toda clase de batallas que llevaron hasta las últimas consecuencias, le aconsejaron la semana pasada que no saliera de Estremera hasta pasadas las elecciones para no regalarle a Puigdemont la exclusiva de la épica del represaliado. Pero entre sus virtudes no se encuentran ni la valentía ni la capacidad de sacrificio y su esposa le ha exigido que haga lo imposible por volver a casa.

El independentismo, aunque no tiene ya nada que ofrecer y todo lo que toca lo cubre de cenizas, ha sido para cientos de miles de catalanes, más que una ideología, un modo de tener por fin una vida interesante, el único momento de su anodina existencia en que su yo inane e indistinguible ha encontrado una posibilidad de redención en el proyecto colectivo. Admitir la derrota les condenaría a reconocer el fracaso de la que tal vez haya sido la última oportunidad que tuvieron de hacer de sus días algo no tan vulgar y, en este contexto de extravío y desesperación, cualquier moderación parece una traición y sólo lo más grotesco ayuda a disimular la decepción. Que Puigdemont parezca un héroe y no el chiflado que todo se lo cargó certifica que la derrota del catalanismo político forma trágicamente parte de su condición.

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